terça-feira, 31 de julho de 2007

DICA DE LEITURA

Islam e arte contemporânea
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1. PANORAMA GENERAL DE LAS ARTES OCCIDENTALES EN EL SIGLO XX
"Enseñó a Adam los nombres de todos los seres..." (Corán 2-31)
Una dualidad estructural
Uno de los terrenos en los que ha existido acuerdo o aproximación entre arte, ciencia y espiritualidad, se sitúa en la consideración del ser humano como ser lingüístico, dotado de una herramienta polar capaz de recibir información, guardarla, elaborarla y transmitirla a otros seres humanos. Hemos de tener en cuenta, además, que la experiencia básica que tenemos del mundo y de sus objetos es la experiencia formal. A principios del siglo XX, el biólogo Scheider sugirió que la percepción es forma y que la forma es percepción. Sucesivas investigaciones han venido a confirmar esta proposición hasta desembocar en las investigaciones llevadas a cabo por Rudolph Arnheim con las experiencias de la Gestalt, en las que se han tratado de comprender, entre otros, los sutiles mecanismos de la percepción visual.
Hoy vamos conociendo algo más de esa compleja maquinaria neurológica que es el cerebro. Hace ya más de un siglo que los neurofisiólogos comprobaron que las lesiones del hemisferio izquierdo tenían repercusión en el habla y las del derecho afectaban a la percepción visual. Parece ser que se da por sentada tal división de funciones aunque el hecho real sea mucho más complejo. Lo cierto es que vivimos experiencias en las que predomina una faceta sobre la otra: tenemos entonces lo que denominamos ‘vida afectiva’, ‘vida intelectual’, etc.., pero esos estados rara vez son puros, puesto que hay emoción en el pensar y razón puede haberla en lo que se siente. Sin embargo, la actitud analítica surgida del pensamiento moderno ha tratado de delimitar tanto los aspectos particulares de la existencia que hemos llegado a creer que un sentimiento puede ser una experiencia puramente irracional, ilógica, o bien que podemos aspirar al ejercicio intelectual puro como si sólo la lógica construyera nuestro discurso. Hoy sabemos que la realidad no es exactamente así, como parecen sugerir las más recientes teorías sobre la naturaleza holográfica del cerebro.
Aunque tengamos momentos para la percepción y momentos para la experiencia lógica o imaginal, ambos se alternan y solapan en una experiencia globalizadora que los integra. Esta simultaneidad de los aspectos que forman nuestra naturaleza aparece expresada en el Corán:
"Y así, cada vez que se encuentran cara a cara las dos exigencias de su naturaleza, enfrentadas una a la derecha y otra a la izquierda, no pronuncia palabra sin que haya junto a él un vigilante, siempre presente."(Corán, 50-17,18)
La historia nos muestra un discurso cambiante. Si revisamos la historia del pensamiento nos daremos cuenta de que la base de muchas filosofías está asentada sobre una división de la realidad en categorías fijas —excepción hecha de las grandes tradiciones unitarias y gnósticas— como una manera de hacer inteligible y transmisible la experiencia del ser en el mundo. En el pensamiento occidental lo advertimos a partir de algunas interpretaciones posteriores a la formulación de la Lógica de Aristóteles. Desde entonces aparece el ser humano abocado a establecer dichas categorías como única forma de obtener un conocimiento válido de la realidad, a erigir el dualismo dialéctico como herramienta de comprensión: Materia/forma, sique/soma, materialismo/idealismo, etc. A fines de la Edad Media el averroísmo —entendido como una revisión actualizada de Aristóteles— hará posible, en una Europa que será progresivamente desacralizada, tanto la escolástica cristiana como el discurso de las Luces y sus corolarios posteriores: el positivismo lógico por un lado y el materialismo dialéctico por otro.
Hasta cierto punto es comprensible que un ser lingüístico como el humano desarrollara sus mecanismos de comunicación verbal hasta los límites en que hoy se hallan las lenguas, pero parece ser que la atención consciente del hombre se ha dirigido excesivamente hacia la herramienta, hacia el propio lenguaje y sus signos, en detrimento muchas veces de experiencias no verbales pero profundamente cargadas de contenido y sentido. Esa vivencia conceptualizadora ha llegado hasta nuestro tiempo constituyendo la base de la actitud analítica que ha presidido buena parte de la experiencia del pensamiento y del arte contemporáneo. Esta actitud evoluciona hasta desembocar en el análisis del propio proceso cognitivo, del ‘cómo’ llegamos a conocer. En este caso aparecen inevitablemente las limitaciones que surgen cuando se trata de explicar nuestra experiencia global, holística, unitaria, y no sólo la parcela de nuestra actividad intelectual, en los términos de una tautología.
Se ha llegado a afirmar incluso —lo ha hecho Rudolph Arnheim desde la psicología del arte— que "configuramos la Forma de nuestra percepción", con lo que la investigación visual empieza a considerar que más allá de la división dualista puede existir un sustrato único e indivisible y, por tanto la posibilidad de una experiencia unificada. Sin embargo, como hemos dicho, el lenguaje presupone tensión, dualidad, fragmentación y desarrollo en el espacio-tiempo. Es una articulación que surge en lo indiferenciado, en ese sustrato indivisible, previo a nuestra racionalización.
Historia, lenguaje y pensamiento devienen paralelos. No podemos concebir la historia sin lenguaje y éste es el fundamento último de aquella. Pero la palabra, el Logos, no es sólo expresión de la lógica y el pensamiento, el cuerpo de una actividad analítica y deductiva, sino que es también el eco de más amplias realidades, vehículo de analogías y esqueleto de la metáfora. Soporte de la revelación y de la filosofía pero también de la poesía y puede serlo aún de la música.
El siglo XX occidental no ha sido, ni mucho menos, ajeno a la alternancia dialéctica ni en el pensamiento ni en las artes. En este siglo se han sucedido movimientos, ideologías y escuelas que —poniendo el acento en algún aspecto predominante— salieron a la luz negando, en la mayor parte de los casos, a quienes defendían lo contrario.
La historia del arte contemporáneo considera la época impresionista como el punto de inflexión en que el mundo moderno eclosiona en la contemporaneidad. En ese momento los efectos de la cultura industrial se hacen patentes y empiezan a tener una presencia cada vez más palpable en los usos y en las costumbres de las sociedades occidentales. La era de la máquina es ya un hecho, la velocidad su corolario.
Las consecuencias del desarrollo de las máquinas no se hicieron esperar demasiado: la producción seriada de objetos, la capacidad de repetir indefinidamente un modelo virtualmente idéntico a sí mismo, etc. etc. Creyó así el hombre blanco que había logrado por fin el dominio de la Naturaleza. La máquina permitía arrancar fácilmente las materias primas y evitar al ser humano ese agotador esfuerzo que hasta entonces le había supuesto su relación con ella. Existía aún por entonces una clara fe en el progreso, una especie de convicción de que el desarrollo tecnológico habría de devolvernos al fin nuestro paraíso perdido.
El pensamiento era aún tributario de una dualidad estructural: estaban, por un lado, los que habían asumido las consecuencias de la filosofía de Marx y Engels, que abogaban por una lectura materialista de la historia —aristotélica, dialéctica y polar— en la que todos los hechos pueden ser reducidos a sus principios materiales, observables y comprobables científicamente y reproducibles. Desde esta visión se consideraban las causas de la infelicidad humana basadas en las desigualdades sociales y en la explotación de unos hombres por otros. La lectura de El capital de Karl Marx indujo las revoluciones sociales más importantes de principios de siglo, cuyo modelo paradigmático fue la revolución rusa de octubre de 1917. Por otro lado estaba la visión idealista heredada de Bergson quien, con su concepto de Élan o impulso vital, admitía realidades que escapaban al dominio de la razón y de la ciencia y que, lejos de considerar al ser humano como mero campo de juego de causas materiales, señalaba a una realidad trascendente, misteriosa y orgánica.
Comunismo y liberalismo fueron las dos opciones que dibujaron sus fronteras sobre la cartografía de este período. Un hecho los vinculaba a los dos: la idea de progreso y la confianza en las consecuencias de la Revolución Industrial, que había supuesto una ruptura con el mundo anterior tan evidente que no admitía discusión. Herederos ambos del pensamiento de la Ilustración y deudores de la Revolución Francesa no hicieron sino repartirse su legado ideológico. Unos y otros decían perseguir el bien supremo del hombre, el mundo feliz de la sociedad fraternal. Pero mientras unos decidieron que era prioritaria la igualdad, otros optaron por poner el acento en la libertad.
Los primeros, en su determinismo, al reducir la existencia humana al campo de los procesos materiales, ponían en duda la misma idea de la libertad, ya que, en definitiva, incluso el pensamiento podía concebirse en términos de procesos fisiológicos o reacciones químicas. La conducta podría explicarse en términos genéticos y ambientales, con lo cual no habría ningún misterio. La ciencia lo explicaría todo. Los segundos, que consideraban la libertad como valor más importante, veían a ésta como expresión genuina de ese Élan vital que afloraría a través de la individualidad y, por ende, la pretendida igualdad sería tan sólo una falacia. Los primeros encomendaban el arbitraje al Estado, los segundos al Mercado.
Dos guerras mundiales y el levantamiento del muro de Berlín tras la segunda de ellas dibujaron un mapa que no sólo existió en la cartografía sino que delimitó dos áreas de pensamiento y dos modelos sociales bien definidos que iban a implicar fundamentalmente el desarrollo pleno del análisis, la realización de un tremendo experimento de ingeniería social con sujetos humanos inconscientes de ello. Algo así como si se hubiera dividido a la humanidad en dos grupos, programados unos para desarrollar el cerebro izquierdo y otros el derecho. Unos para tratar de encontrar la salida a través de la objetividad y de la lógica, sin salirse del ámbito de lo material y de lo observable, otros para encontrar la salvación en el mundo azaroso y cambiante de las imágenes y de las sensaciones, de un vitalismo supuestamente unificador. Sea como fuere, lo cierto es que el análisis de lo que estaba sucediendo iba a obligar a científicos, intelectuales y artistas a tomar partido, a defender posturas y proponer visiones.[1]
Eclosión y desarrollo de la visión contemporánea
Como dijimos anteriormente, podemos situar la eclosión del arte contemporáneo en la crisis final del Impresionismo. Se ha repetido mucho que son Los nenúfares de Monet la obra que marca el punto de inflexión. La profunda vocación naturalista que animaba a los impresionistas les había llevado al intento de describir la luz, fuente y soporte de la percepción visual. La forma, como descripción del mundo de la naturaleza, estaba en trance de desaparición. Quedaban ya sólo sensaciones tan fugaces que perdían el vínculo con la conciencia de lo estructural: manchas de una efervescencia que habrían de borrar el objeto si el procedimiento se hacía llegar a sus últimas consecuencias.
Crisis de la conciencia que va a llevar a Cézanne desde ese mundo óptico y sensorial de los impresionistas hasta la búsqueda de la invariable verdad conceptual que subyace tras un mundo de apariencias cambiantes: una estructura geométrica de cubos, cilindros y esferas animados por la luz y el color, conformando aún una descripción de la naturaleza, una narración plástica componiendo figuras y paisajes abstraídos hasta sus esqueletos fundamentales. La luz, según él, sólo podría representarse "...mediante el color, dentro de la misma sombra." [2]
Vemos ya perfectamente esbozada en Cézanne ese ansia de objetividad, esa voluntad de síntesis, esa necesidad de hallar leyes generales y estructuras básicas. Va buscando la fuente, anda en pos de aquello que no cambia, que permanece inmutable y que puede combinarse modularmente estructurando aquello que consideramos la realidad. Con ello estaba invocando un método racional de trabajo, proponiendo una refundación gramatical de la pintura y de las artes visuales en general. Esa vocación racionalista es también la que lleva a Seurat hacia una concepción científica y analítica de los mecanismos de la percepción del color. En el extremo opuesto, el Renoir de los últimos tiempos —como haría Rodin en el terreno de la escultura— negando la intermediación del intelecto, retoma la tradición romántica de Delacroix y se alinea claramente al lado del vitalismo bergsoniano: la forma había de ser expresión del impulso vital, de la eclosión orgánica, misteriosa e insondable como la misma naturaleza de la luz.
Ambas actitudes reflejan, en cierto sentido, posturas antagónicas. Sus consecuencias van a desarrollarse a lo largo y ancho del arte del siglo XX sin que podamos decir de ninguna de las dos que sean la mejor expresión de la cultura de este período. Ambas corrientes van a convivir alternándose y solapándose, hablándonos de la herida que la cultura occidental ha venido arrastrando, conformándose en eso que hemos denominado dualidad estructural. Para unos, la realidad es sinónimo de lo externo, positivo y objetivable, regido por las leyes de la física y las matemáticas. Para otros, la realidad reside en la experiencia interior, misteriosa y espiritual. Parecía que la primera iba a adecuarse mejor a ese espíritu de los tiempos modernos, ya que expresaba más cabalmente los principios de la filosofía de la Ilustración, triunfante en una edad científica que había producido, a partir de la física, la novedosa cultura de las máquinas.
En el terreno de las ciencias positivas parecía no existir tanto problema. Sin embargo, en la filosofía y en el arte persistió la corriente espiritualista, negada por aquellos otros espíritus razonables que veían cómo los frutos de su quehacer —máquinas, herramientas y objetos— inundaban la sociedad modificando las costumbres, y constataban cómo la sensatez y el pragmatismo modernos devenían ya en actitudes inamovibles. Sin embargo existía en el terreno de las artes un cierto acuerdo en dos cosas. Una de ellas era que la ruptura que se había producido implicaba una superación e incluso un rechazo de los modos tradicionales de representación. La otra, que si bien la máquina había liberado al hombre de muchas servidumbres, también la sociedad consecuente lo abocaba a una homogeneidad anónima que no cuadraba del todo con la las ideas de personalidad e individualidad propias del paradigma moderno. Surge entonces la conciencia de que el artista puede y debe equilibrar esa tendencia, legando a sus semejantes una visión personal y única del mundo, el testimonio de la existencia del yo y de la personalidad. Es en el arte donde la corriente espiritualista y subjetivista encuentra su razón de ser dentro del mundo contemporáneo. Esa reivindicación de lo trascendente iba a producir el Simbolismo, el intento de retornar al mundo de los mitos, de la realidad psíquica, del alma.
Vemos sucederse así movimientos y escuelas en una alternancia en la que una propuesta predominantemente conceptual es negada inmediatamente por otra naturalista, entendiéndose el naturalismo en sentido amplio, es decir, no sólo por la vocación de representar lo externo sino también la naturaleza interior. Lo cierto es que tras ese aparente antagonismo de posturas que pretenden encarnar una cierta pureza se esconde en muchos casos una mezcla de ingredientes contrarios. El ser humano no puede ni debe renunciar a su razón ni a su instinto. No obstante, se hicieron todos los intentos por reducirlo a uno u otro extremo. Esa es la vocación de análisis que ha persistido a lo largo de casi todo el siglo.
Las opciones más conceptuales darían predominancia a la forma, en tanto que las orgánicas exaltarían el uso del color. Las formas, cuya realidad y percepción implican una actitud más racional y cultural, apuntan más hacia la formulación de leyes y estructuras, hacia la diacronía y la historia. El color, en cambio, es más imprevisible: entre su teoría ideal y su realidad perceptiva se erigen barreras aparentemente insalvables, siendo ineludible su naturaleza predominantemente sensorial, sincrónica y actual.
Esta alternancia no se produce de una forma ordenada y secuencial sino que irán solapándose escuelas y movimientos, mezclándose de forma que resulta difícil establecer en muchas ocasiones los límites del análisis, coexistiendo ambas líneas casi constantemente con un realismo residual puro y duro que aún hoy continúa impregnando el espacio disciplinar de las artes visuales.
Paralelamente al desarrollo de estas dos vías, que componen el panorama del siglo XX hasta llegar a la década de los setenta, surgirán algunas propuestas que, con una visión panorámica del problema de fondo, abogarán por un arte unitario y sintético, a la vez orgánico y estructural, anticipándose al concepto de estructura abierta que empieza a ser considerado en la actualidad. Tomemos por ejemplo la propuesta del arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright. Haciendo un uso exhaustivo de los nuevos materiales y de las nuevas concepciones acerca del volumen, quiere que éstos sirvan —como más tarde Le Corbusier— a las necesidades del ser humano. Para ello tratará de concebir y desarrollar esos mismos volúmenes en su relación con el espacio, con el paisaje.
A Wright se le ha considerado a menudo como arquitecto utópico, cuando en realidad tuvo una enorme conciencia del problema básico que existe en la relación del hombre con la naturaleza. Digamos que intuyó las necesidades del ser humano postindustrial en un momento en que casi nadie dudaba de la validez de un progreso que habría de generar, décadas más tarde, una profunda problemática medioambiental. Su arquitectura orgánica trata de establecer un vínculo equilibrado del hombre con el medio natural, concibiendo un espacio a la medida del ser humano, que le vincula con una naturaleza de la que forma parte. Resulta interesante comprobar cómo este arquitecto constató finalmente, en el Japón de 1916, que lo que para él había sido todo un hallazgo, era la concepción tradicional del hábitat de muchas culturas orientales. Esta preocupación por la relación entre espacio y objeto, y entre obra y contexto, la volveremos a encontrar explicitada en los planteamientos del arte Minimal y sobre todo en el Land-Art en la década de los setenta.
En el terreno de la pintura será Kandinsky quien abogará por un arte global y unitario, insistiendo en la necesidad de encontrar soluciones sintéticas. Partidario del análisis exhaustivo de los medios de expresión plástica, había emprendido la tarea de diseñar una gramática de las artes visuales, tratando de conciliar esa vocación analítica y estructural con el principio de la necesidad interior. Reivindicará para el arte una liberación sin precedentes: a partir de él ya no será necesaria la representación sino tan sólo la presencia de los elementos fundamentales de la plástica: la forma y el color. Abogará por una ruptura de los límites que las disciplinas artísticas habían heredado del siglo XIX, buscando la relación entre la pintura y la música, y de éstas con la poesía, con la ciencia y la espiritualidad. Llegó incluso a intuir un principio vinculante entre forma, color y sonido.
En algún momento se le acusó de no querer tomar un partido claro, de ser, al mismo tiempo, científico y místico visionario, tal vez por su vinculación con la Sociedad Teosófica. Resultaba difícil de asimilar, para la mentalidad bauhasiana de los años veinte/treinta, que alguien que estaba del lado del progreso y de la técnica, que participaba de los nuevos descubrimientos científicos y asumía sus consecuencias, abogara por el sentido espiritual de las artes. Consecuentemente se le consideró un ‘rara avis’, aunque casi nadie le haya discutido el papel fundamental que su obra, sus reflexiones y métodos, han tenido en el arte contemporáneo. A pesar de ello, hasta hace bien poco, muchas de sus conclusiones y propuestas, quizás las más transcendentes, han sido consideradas como fruto de un delirio místico, cuando en realidad estaban apuntando una vía de investigación que se ha retomado en nuestros días, tras comprobarse su plena validez a la luz de la ciencia de vanguardia y, sobre todo, de las nuevas tecnologías, como veremos en el capítulo 9 de este ensayo.
En cualquier caso, el análisis de esa dualidad estructural que ha vertebrado el siglo XX nos lleva a considerar de manera específica las dos grandes corrientes que hemos mencionado. Una de ellas nos conducirá desde la búsqueda estructural de Cézanne hasta el Cubismo, y de éste al Suprematismo, Constructivismo, De Stijl, Bauhaus y Abstracción Geométrica hasta desembocar, vía Minimalismo, en las formulaciones del Arte Conceptual y en las propuestas visuales unitarias de Karl Gerstner. La otra, a partir de la propuesta subjetivista de fauves y expresionistas, nos llevará —de la mano del psicoanálisis— hasta el Automatismo y el Surrealismo para acabar en la traca final multicolor del Expresionismo Abstracto.
En el último cuarto del siglo las artes occidentales desembocaron, como hoy sabemos, en una fase revisionista y descriptiva, tanto en la crítica como en la producción de obras y propuestas. La razón posmoderna empieza a calar en los planteamientos. Se vuelven a poner sobre el tapete las cuestiones del sentido y la función del arte, las relaciones entre objeto y mercado, los límites disciplinares, etc., rebasándose precisamente estas categorías diacrónicas heredadas de la historia del arte y proponiendo nuevos soportes surgidos al socaire de las nuevas tecnologías. El mismo planteamiento de los artistas conceptuales cuestiona la propia existencia del objeto, reduciéndolo a su expresión lógica o lingüística. Llegamos pues a la deconstrucción pura, al límite analítico de los medios tradicionales de representación.
Pero no sólo en las artes visuales se produce este fenómeno. Se produce también en los terrenos del pensamiento y los modelos de sociedad. Aquellos que hasta mediados de siglo eran considerados "nuevos valores" ya no sirven a la situación contemporánea, se han agotado en el análisis hasta quedar reducidos a una ceniza experimental. Nos encontramos, pues, en ese momento de inflexión en que la actitud analítica cede protagonismo a propuestas de síntesis, que habrán de surgir inevitablemente a no ser que admitamos la tesis del fin de la historia y su correlato en el terreno de las ideas, el pensamiento único y débil, como pretende el globalismo economicista. No obstante, hemos de admitir la dificultad de emprender acciones de síntesis cuando se carece de un modelo global y unitario alternativo e integrador de la experiencia, es decir, holístico, ya que sin ese marco de interpretación dichas acciones quedarán restringidas al ámbito de la propuesta de individualidades y tendrán en todo caso un interés para la antropología, la psicología e incluso para la historia del arte, pero difícilmente para el desarrollo de las artes y de la conciencia humana en general.
Es precisamente esa falta de paradigma integrador la que dificulta la proposición y hace que a menudo la síntesis que necesita y genera toda visión global sea sustituida por una amalgama, un eclecticismo que integra diversos segmentos de la historia tratando de rescatar fragmentos de identidades particulares. Cuando esos fragmentos nos muestran episodios concretos y reconocibles de la historia del arte nos encontramos de nuevo con el intento de rescatar la moderna visión antropocéntrica cuyas consecuencias ahora empezamos a esclarecer, de la mano de los ‘neos’, que en toda sociedad reaccionaria conocen una sintomática proliferación. A veces da la impresión —viendo con un cierto distanciamiento el panorama contemporáneo de las artes visuales— de que lo que se está expresando es la resistencia que el yo moderno opone a su inevitable desaparición.
La visión del hombre de las Luces y su atributo, la razón pragmática, se resisten a desaparecer. Muchas obras sugieren los últimos retazos de esa agonía histórica en una componenda que trágica y difícilmente se sostiene. Parece como si la figura y su autoría humana reclamaran el derecho a expresar una última voluntad: el deseo de desaparecer para siempre y dejar libre el campo de visión, tratando de romper el espejo narcisista que los mantiene encadenados. Cada vez con mayor claridad aparece el antropocentrismo moderno como uno de los enemigos a abatir en la arena del pensamiento contemporáneo, como velo que es necesario descorrer para encontrar nuestro lugar y nuestro sentido en ese universo que cada día nos depara sorpresas y que nos sitúa en el corazón mismo de la creación, en el lugar de su secreto, en la contemporaneidad.
Paralelamente, la historia continúa. Los avatares narrativos de los últimos años expresan una modificación sustancial en el equilibrio de fuerzas. La tensión dialéctica de los bloques se relaja tras la caída del Muro de Berlín. Por un momento llegó a parecernos que con el muro estaba también cayendo ese otro muro levantado entre las ideas que había sido, si cabe, más separador. La realidad está siendo muy otra. Lo que se explicita cada día con más nitidez es un traslado de las fronteras: de la línea vertical que separaba el este del oeste a una horizontal que delimita los territorios del norte y el sur: un norte en apariencia vencedor, que ha logrado imponer su modelo frente a un Tercer Mundo que sólo accederá al bienestar si adopta el modelo dominante, renunciando con ello a sus modos seculares de entender la existencia, y en última instancia a sus culturas. Un modelo, en fin, que no sólo no ha acabado con las lacras y diferencias seculares de la humanidad sino que en cierto modo las acentúa en un dramático contraste global.
Los nuevos inquisidores no necesitan ya de artilugios mecánicos para ejercer la intimidación, coerción y aniquilación del sujeto disidente. Los medios de comunicación de masas y el tratamiento de la información son las poderosas herramientas que mantienen hoy al ser humano alienado de la realidad, instalado en una vivencia alegórica y narcicista inducida por la publicidad, acrítico, dividido y solo ante una realidad fragmentaria que le corroe por dentro y por fuera, alienado de cualquier posibilidad de integración. El nuevo y el viejo imperio son el mismo: el panteón plenamente clásico y pagano de la Acrópolis traza de nuevo sus apolíneas para vender productos. Quien ose cuestionarlo será un disidente solitario, todo lo más un enfant terrible, un inofensivo heterodoxo. ¿Qué sería de la técnica publicitaria comercial sin la intermediación alegórica de la figura, o sin su énfasis más que reiterado en la magia naturalista que le procuran las nuevas tecnologías de la imagen? ¿Es realmente anacrónico el análisis de la temática figuración/abstracción o de la tensión idolatría/iconoclastia?
Fundamentalmente son éstas las cuestiones que vamos a abordar a lo largo de este trabajo, tratando de aportar datos y esclarecer visiones que no suelen estar presentes en los análisis al uso sobre arte contemporáneo. Datos provenientes en muchos casos de la historia, pero que no siempre coinciden con la historia oficial comúnmente admitida, ni con el pensamiento único de cada época, ni con el que ahora impregna el discurso institucional.[3] Como tendremos ocasión de comprobar durante nuestra investigación estas cuestiones revisten especial importancia tanto para el arte contemporáneo como para el pensamiento islámico y expresan el problema desde una óptica bien distinta. Será necesario, pues, estar en disposición de entender que existen otros puntos de vista a la hora de hacer una valoración de los hechos artísticos y culturales, tratando de superar los prejuicios instalados en nuestro pensamiento y los hábitos acríticos tan comunes en el discurso de la contemporaneidad.
La dialéctica figuración/abstracción
Desde la aparición del mal llamado arte abstracto —ya que todo lenguaje y todo arte implican un grado mayor o menor de abstracción— se ha venido desarrollando la polémica entre figuración y abstracción hasta llegar —aparentemente agotada, moribunda— a nuestros días donde la actitud sincrética parece haber aplazado el problema mediante el recurso a la integración de segmentos diversos y contradictorios. Como bien entendieron los primeros artistas llamados abstractos, su propuesta era más concreta que la del arte representativo: se trataba de pasar de la descripción a la presentación. Algunas reflexiones de Mondrian contribuyeron a conformar este punto de vista, ya que consideran que el arte anterior es morfoplástico, es decir, creador de formas que tratan de expresar lo más íntimo a través de la apariencia de lo más superficial. Este error —según argumenta en su reflexión— redujo la plástica al simbolismo y al romanticismo, a una suerte de manierismo descriptivo.
No obstante, podría argüirse también que muchas de las pretendidas presentaciones nos remiten a estructuras de la naturaleza que hoy son comunes a nuestra visión gracias a las nuevas herramientas, como por ejemplo las imágenes de estructuras moleculares o fractales obtenidas mediante herramientas electrónicas o fotografías aéreas. Muchas de estas imágenes parecen cuadros abstractos, con lo cual se debilita la tensión dialéctica entre los defensores de la figura y los de la forma. Por otro lado, debemos admitir que la misma codificación academicista, las reglas clásicas de análisis y representación, implican una suerte de refinada abstracción al servicio de la actividad descriptiva. Y en el Expresionismo alemán vemos también cómo las figuras son abstraídas de sus modelos naturales —devueltas a la plástica— en aras de la intensificación semántica del discurso visual.
Habría que indicar aquí algunas diferencias conceptuales que existen entre el símbolo y la alegoría, por los equívocos que se han creado a partir de una mala terminología usada habitualmente en la historia del arte. Por ejemplo, el simbolismo, como movimiento pictórico, no se sirve sintácticamente del símbolo sino de la alegoría. Dice Henry Corbin que "la alegoría es una operación racional que no implica el paso a otro plano del ser ni a otro nivel de conciencia; es la figuración, en un mismo nivel de conciencia, de lo que muy bien podría ser conocido de otra forma. [Por el contrario] El símbolo propone un plano de conciencia que no es el de la evidencia racional: es la ‘cifra’ de un misterio, el único medio de expresar lo que no puede ser aprehendido de otra forma; nunca es ‘explicado’ de una vez por todas, sino que debe ser continuamente descifrado, lo mismo que una partitura musical nunca es descifrada para siempre, sino que sugiere una ejecución siempre nueva".[4]
El símbolo es, pues, realidad concreta percibida e interiorizada, mientras que la alegoría resulta ser un ente abstracto, un producto racional metafísicamente inofensivo que tiene la facultad de condicionar ideológicamente al sujeto que la percibe. El símbolo propone significado mientras que la alegoría condiciona nuestra manera de pensar.
Vemos por otra parte que los límites entre ambas concepciones y lenguajes no están tan definidos y que el origen de la tensión, la raíz de esa dialéctica, tal vez habría que rastrearla en las actitudes más que en los procedimientos. Así, siguiendo a Mondrian, la belleza lírica y descriptiva sería un refugio donde la belleza y la armonía se buscarían en vano, en el cuadro, en tanto que dejaríamos de percibirla en la realidad de nuestro ambiente, y así llegarían a ser ideales e inalcanzables, quedando alienadas de la vida cotidiana y del mundo. Tendría entonces el yo campo libre para la fantasía y para reflejarse a sí mismo, para "...gozar de sí mismo en su autorreproducción." [5], es decir, emulando inútilmente las cualidades del creador "que crea a su imagen y semejanza", apartándose de la conciencia de la vida y de la belleza reales.
¿No es precisamente este mismo concepto antropocéntrico el que ha enarbolado el pensamiento occidental desde la creación de los dioses olímpicos? Como señala Luis Racionero, estos dioses son "...el último producto del racionalismo, nacidos del pensamiento individualista. Son el último grado de abstracción en la proyección de la emoción: totalmente exteriorizados y objetivizados, separados del cordón umbilical de su vida y de su esencia se desecan y mueren convertidos en marmóreas efigies de una abstracción." [6]
En cambio, las formas puras, concretas y geométricas, que Kandinsky reconoce dotadas de sonido interno, "con un perfume espiritual genuino", es decir, significativas, no remiten en principio más que a su propia realidad formal, constituyendo una suerte de alfabeto visual con posibilidad de articular un discurso universal idéntico al de los procesos naturales, sin necesidad de interpretaciones ni traslaciones. ¿No sería ésta entonces una concepción unitaria y universalista, ya que considera al hombre como parte y no como creador de la creación? Tal vez sea esta la belleza de la forma que nos sugiere Platón cuando escribe:
"No estoy pensando en animales ni en ciertas imágenes, sino en una línea recta y en los planos y sólidos que se forman con regla y escuadra. ¿Entiendes a lo que me refiero? En mi opinión estas cosas no son bellas de un modo relativo sino que lo son en sí mismas y producen placeres y emociones propias".[7]
Una conciencia como esta fue la que hizo que los primeros artistas de las vanguardias históricas que propugnaban un arte no representativo ni imitativo lo llamaran arte concreto. El análisis y la crítica posteriores se encargaron de desautorizar a estos autores y empezaron a denominarlo arte abstracto. Pero si tenemos en cuenta que el mundo intermedio, el universo imaginal donde vive el significado, es precisamente el de los símbolos ¿Cómo los que apostaron entonces por su desaparición y sus herederos intelectuales perciben la realidad? ¿Qué sistema predomina en la iconografía publicitaria de nuestro tiempo? ¿Qué efectos produce el uso de uno u otro sistema de representación? Muchas de estas preguntas siguen vigentes en nuestro tiempo.
Kandinsky y los primeros artistas concretos reivindicaban el gusto que antaño expresara Platón por las formas puras y proponían una reconciliación, un reencuentro con ellas, despojando a la plástica de su misión alegórica y representativa. Tal vez por esa razón la crítica que recibieron de los sensatos espíritus racionalistas fue parecida a la que los averroístas hicieron del pensamiento de Ibn Sina (Avicena): misticismo, acientificismo, neoplatonismo, etc. Ningún peripatético ha admitido nunca la realidad de la creación ex nihilo. Kasimir Malevitch, reflexionando precisamente sobre la recuperación del espacio imaginal escribió:
"Ya no vamos a construir a imagen nuestra, sino según la perfección que distingue nuestra imagen. [...] Cada hombre camina hacia su perfección, aspira a estar más cerca de Dios, pues en Dios reside su perfección; por consiguiente, cada paso del hombre debe ser dirigido hacia Dios; investiga las vías y los medios, simplemente busca los índices divinos. Al pensar en las realizaciones se han construido dos vías..."[8]
El Minimalismo ha insistido también en el encuentro con las formas y con el espacio, con la luz del significado, con el Ángel. El objeto, despojado de su función representativa e incluso estética —en el sentido que normalmente le reconoce la cultura— quiere enfatizar sus cualidades intrínsecas y su relación actual con el espacio en el que vive. Tiene, por así decirlo, una voluntad de intermediación que es simbólica aún a pesar de la intención del artista. Pura experiencia sensible, intento de provocar la percepción pura, pero también concepto, estructura, ser que se hace inteligible, módulo, arquetipo, símbolo en definitiva. A esta realidad mediadora experimentada, a esta revelación de sentido le llamamos ‘el ángel de las cosas’, difícilmente codificable desde la categorización conceptual y también de difícil reducción a una experiencia de la sensibilidad exenta de significado. Es ese misterio que rodea a algunas de las obras de Richard Serra, a pesar de su aparente simplicidad y del carácter cotidiano del escenario donde se instalaron. Sobran ejemplos de la voluntad mediadora de los artistas y de las artes.
Arte, signo, ángel, mediación..., expresiones que buscan el encuentro, el significado, la reunión. Todo ello nos lleva a reflexionar acerca de las influencias que la historia de la espiritualidad y su correlativa historia de la filosofía ejercen en el devenir de la historia del arte. Cómo el pensamiento, en su desenvolvimiento temporal, genera concepciones que se manifiestan en las actitudes de los artistas de cada tiempo y lugar. Algunas de ellas, como veremos, se mantendrán a través de los siglos recorriendo el cuerpo íntegro de una civilización. Cuando estos principios estructurales cesan, cuando los héroes desaparecen en la publicidad y los ángeles vuelan convertidos en pájaros de plástico o en unidades de información, podemos estar seguros que la visión del mundo que hasta hoy era válida, está dejando de serlo, dando paso quizás a otra forma de civilización.
En este sentido podemos situar el problema figuración/abstracción en el marco original de la filosofía, en la actitud derivada del pensamiento y, en última instancia, en la experiencia espiritual. A lo largo de nuestra exposición vamos a tratar de analizar la dialéctica que existe entre la tradición unitaria y anicónica de los pueblos semitas, y la tradición clásica, antropomórfica y heredera del viejo naturalismo animista indoeuropeo. A este planteamiento alguien podría objetar el hecho de la existencia de una iconografía cristiana, pero este argumento se deshace si tenemos en cuenta que dicha iconografía se desarrolla a partir de la constitución oficial de la iglesia católica en el siglo IV —Concilio de Nicea—, donde la tradición unitaria es condenada y declarada herética y donde se proclama el dogma trinitario, necesario para que esta iglesia oficial fuese asimilada sin ningún problema por el antropomorfismo romano. Esta es la causa de que existan grandes parentescos conceptuales entre el arte visigodo de los arrianos —godos unitarios declarados herejes—y el primitivo arte hispanomusulmán. Sin embargo poco parentesco conceptual podría haber entre la iconografía del trinitarismo romanizado y la concepción estructural de la mezquita de Umar erigida en la Jerusalén del siglo VII.
Así pues, el problema no estaría tanto en afirmar un predominio —o un mayor valor o pertinencia— de la figuración o la abstracción, sino en tratar de profundizar en los fundamentos de las actitudes que llevan al artista a representar o a presentar, a mostrar documentos mítico-antropológicos o a desarrollar lenguajes netamente visuales, así que trataremos en todos los casos de vincular las actitudes derivadas del pensamiento y la creencia con las obras de arte que tratamos de analizar.
Precisamente, la eclosión de los primeros movimientos abstractos —el Rayonismo de Larionov, el Orfismo de Delaunay, la abstracción musical de Kandinsky, la abstracción simbólica de Klee o el Suprematismo de Malevitch— coincide con el momento de ruptura definitiva con una tradición y una concepción del mundo que ya no podían mantenerse. Albert Einstein acababa de formular la Teoría de la Relatividad y se estaban sentando las bases para el desarrollo de la Mecánica Cuántica. El pensamiento occidental recobraba así, a través de la ciencia, sus orígenes unitarios y preclásicos, retomando el hilo de la filosofía presocrática, e incluso de los atomistas. Liberado el hombre de los dioses, de las figuras creadas por su racionalidad, vuelve los ojos al momento en que la filosofía era todavía fundamentalmente amor a la sabiduría —búsqueda de conocimiento, necesidad de gnosis— y aún no había caído en las redes de la maquinaria silogística. Esa conciencia preclásica es la que hace decir a Heráclito el Oscuro:
"Y ellos oran a imágenes de dioses como si alguien pudiera conversar con cosas fabricadas."[9]
Podríamos dar muchos ejemplos en los que veríamos con claridad la vinculación del pensamiento unitario con los sistemas presentativos frente a los representacionales, los cuales estarían más bien en relación con el pensamiento mítico y alegórico de los imperios.
Resulta asimismo significativo que la eclosión de los movimientos abstractos se produjera, sobre todo, en el primer tercio del siglo XX, paralelamente al movimiento revolucionario que, cuestionando toda la historia anterior, propugnaba una ruptura radical con la tradición. Sin embargo, como ya anticipara Kandinsky, el reflujo de la segunda mitad del siglo iba a colocar de nuevo a la figura sobre el pedestal aún de lo moderno, de la mano de la nueva figuración, del arte Pop y del Hiperrealismo, justo en el momento epigonal de la modernidad, cuando el Arte Conceptual estaba borrando el objeto del paisaje artístico contemporáneo. Este último estertor neofigurativo señala la última resistencia a la muerte de la visión antropocéntrica ilustrada. En el caso del arte Pop, generando la idolatría de los objetos de uso cotidiano producidos por la sociedad industrial, dándoles así el marchamo de culturales y artísticos. En el caso del Hiperrealismo, mostrando el virtuosismo de ciertos artistas que aún son capaces de continuar la tradición representativa como si el siglo XX nada nuevo hubiese aportado a nuestra visión del mundo, salvo los avances tecnológicos de la fotografía en tanto que ciencia de la imagen.
La conciencia hoy emergente de que la idea moderna de progreso ya no nos sirve, de que el darwinismo —ya sea biológico o social— está ampliamente rebasado, nos lleva a considerar de nuevo la pertinencia de indagar en los vínculos existentes entre concepciones de otros tiempos y lugares y algunas propuestas de plena actualidad en nuestro propio entorno sociocultural y, sobre todo, a la relación conceptual que pudiera establecerse entre ellas. Así, en el análisis de las corrientes de transmisión de las ideas, vamos a detenernos sobre todo en el tránsito que va desde la figuración a la abstracción en las dos líneas estructurales que hemos mencionado anteriormente. Trataremos de ver cómo afecta a la abstracción la corriente naturalista, y cómo lo hace la tradición conceptual, aunque una y otra se interfieran constante e inevitablemente dado que, en última instancia, no son sino aspectos de una misma y única realidad existencial, fracturada por el análisis, por el pensamiento y por el lenguaje.
[1] A veces se ha intentado explicar esta dualidad aludiendo al mundo mediterráneo como crisol en el que se ha producido un secular encuentro entre las culturas indoeuropeas y los pueblos semitas, queriéndose explicar con ello la génesis y la coexistencia de las dos corrientes históricas fundamentales del arte contemporáneo occidental.
[2] HESS, Walter. "Documentos para la comprensión del Arte Moderno". Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires, 1978.
[3] En el terreno de las ideas, podemos considerar lo que se denomina habitualmente como ‘pensamiento de época’, como el equivalente al concepto de ‘pintura de género’ en el terreno pictórico. El pensamiento único sería la actualización, revisada y reforzada, del viejo bodegón filosófico que está colgado en el comedor de casi todos los hogares sensatos. El pensamiento pragmático, el posible; la pintura de la realidad, reconocible. No cuestiona nada: tan sólo se limita a ocupar un espacio que debería estar vacío alentar un pensamiento creativo, una obra plástica sugerente.
[4] CORBIN, Henry. "La Imaginación Creadora en el sufismo de Ibn ‘Arabi". Pág. 26. Ed. Destino. Barcelona, 1993.
[5] HESS, Walter. "Documentos para la comprensión del Arte Moderno". Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires, 1978.
[6] RACIONERO, Luis. "Los primeros dioses". Año Cero, nº 10.
[7] GERSTNER, Karl. "Las Formas del Color". Editorial Hermann Blume. Madrid, 1988.
[8] MALEVITCH, Kasimir. "El nuevo realismo plástico". Alberto Corazón, Editor. Madrid, 1975.
[9] HERÁCLITO. "Fragmentos". Aguilar Argentina S.A. de Ediciones. Barcelona, 1977.




Em tempos de retrógradas afirmações do tipo " A Igreja católica é a única Igreja de Cristo" , nada melhor do que ler o lúcido Hans Küng. Transcrevo parte do seu livro Igreja católica publicado no Brasil pela Objetiva (2002):

"Quem é ortodoxo? Aqueles que se preocupam especialmente com o "ensinamento certo", o ensinamento verdadeiro, são ortodoxos. Para ser específico, eles se preocupam com aquela verdade que, por ser a verdade de Deus, não pode ser dada ao indivíduo (cristão, bispo, igrejas) aleatoriamente, mas antes deve ser transmitida de modo criativo a gerações sempre novas, e vivida pela tradição fiel de toda a igreja. Agora, se isso é decididamente "ortodoxo", é o caso de um cristão evangélico ou católico também poder, e dever, ser ortodoxo neste sentido, de "ensino verdadeiro".
Quem é católico? Aqueles que se preocupam especialmente com a igreja toda, universal, abrangende, são católicos. Para ser específico, são aqueles que se interessam pela continuidade e a universalidade da fé e da comunidade da fé no tempo e no espaço apesar de todas as interrupções. Agora, se isso é o que é decididamente "católico", um cristão ortodoxo ou evangélico também pode, e deve, ser católico neste sentido, de largueza universal.
Finalmente, quem é evangélico? Aqueles que estão sempre preocupados em se reportar ao evangelho em todas as tradições, ensinamentos e práticas da igreja. Para ser específico: são aqueles que refletem sobre a Sagrada Escritura e sobre a reforma prática constante de acordo com a norma do evangelho. E se isso for o que é decididamente "evangélico", então, afinal é o caso de os cristãos ortodoxos e católicos também poderem e deverem ser evangélicos neste sentido, sendo inspirados pelo evangelho.
Entendido corretamente, mesmo as atuais atitudes "ortodoxa", "católica" e "evangélica" básicas já não sao excludentes, mas sim complementares. E esse não é apenas um postulado, mas também um fato: no mundo inteiro, mesmo agora, muitos cristãos, comunidades e grupos estão na prática vivendo um autêntico ecumenismo centrado no evangelho - apesar de toda a resistência nas estruturas da igreja. É uma tarefa enorme e importante para as gerações futuras convencer cada vez mais católicos deste fato." (Küng, Hans, Igreja Católica, trad. Adalgisa Campos da Silva, Rio de Janeiro: Objetiva, 2002, p. 254-255.

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Michel Onfray



Para os que ainda não leram o "fenômeno" literário dos últimos anos (Tratado de Ateologia de Michel Onfray) sobre Religião vai a dica deste site: http://www.martinsfonteseditora.com.br/tratado_ateologia/

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